domingo, 30 de marzo de 2014

ANIMAR AL SUSPENDIDO

Siempre me he preguntado por qué, en las tradicionales listas de obras de misericordia, no incluían los viejos catecismos esta decimoquinta de “Animar al suspendido”, que en estos días debería estar a la orden del corazón en todas las cosas. Porque si a los ocho, a los doce, a los catorce, no se necesita esa ayuda, en esa especie de derrumbamiento interior que son muchos suspensos, ¿Para qué queremos los hombres la compañía de nuestros semejantes? Deberíamos tener respeto sagrado al dolor de los niños, a la frustración de los muchachos, a esa amargura que – especialmente entre los mejores – parece que atorase el horizonte de la vida.

Yo pienso que un autentico padre – o un autentico maestro, que sí no ejerce de padre no sé qué tipo de maestro será – debería ser muy exigente antes de los exámenes y muy misericordioso de un suspenso ganado a pulso por vagancia o desinterés es, moralmente, un verdadero robo a los padres y a  la sociedad: un robo de todo cuanto en ese año la familia y la comunidad invirtieron.

Mas lo gracioso es que precisamente los padres que fueron más manga ancha antes de los exámenes  son los menos comprensivos, los más manga estrecha después de ellos, cuando sería la hora de infundir esperanzas y no desalientos. Pienso con terror en el número de muchachos que en este mes estarán atascándose en sus vidas gracias a la suma de su personal flojera de coraje y de estudio y de la falta de ayudas y estímulos de sus padres. Porque si perder un curso es un robo, tirar por ello la vida es una estupidez.

Esta es la hora, cero, de explicar a muchos muchachos – sobre todo a los mejores – que fueron muchos los genios que alguna vez tropezaron en sus estudios. Que un suspenso sólo es peligroso cuando es el primer eslabón de una cadena de suspensos.

Decirles, por ejemplo, que a Severo Ochoa le suspendieron dos veces en sus estudios de Medicina. Que a Balmes le catearon en Matemáticas. Que Ramón Gómez de la Serna y Azorín tropezaron en Literatura. Que en el expediente de Lorca hay un suspenso en Historia de la Lengua Española. Que a Vázquez de Mella le regalaron una calabaza en la Universidad de Santiago. Y… que todos ellos acabaron triunfando, precisamente en esas asignaturas en las que un día flojearon. Porque supieron no atascarse en un suspenso. Porque supieron convertirlo en un estímulo, lo mismo que cuando tropezamos, si logramos no caernos, avanzamos mucho más de prisa que sin tropezón.

Habría, sobre todo, que explicar a los muchachos muy bien que eso de que “el genio nace” es el más grave y peligroso de todos los camelos de la humanidad. Existe, sí, algún que otro Mozart, pero a la larga, de cada mil niños prodigios sólo uno triunfa, y lo normal es que no haya más genialidad que la del trabajo nuestro de cada día.

Recuerdo a ahora el caso de Einstein, uno de los padres de la ciencia moderna. Sus biógrafos cuentan que fue un muchacho especialmente retrasado. A los tres años aún no sabía hablar, decía únicamente algunas pocas palabras, y aún estás, mal pronunciadas, tanto que sus padres estaban ya perfectamente resignados a tener por hijo a un deficiente mental.
Cuando, a los seis años, consiguió un desarrollo normal, la timidez hizo parecer mayor su retraso. “Papito aburrido”, le llamaban sus compañeros de colegio. Y más tarde, en sus estudios medios, prácticamente no pasó de notable. Fue un alumnos tan vulgar que cuando triunfó en las ciencias y los periodistas quisieron analizar sus años juveniles, descubrieron que ninguno de sus antiguos compañeros de colegio se acordaban de él.

Dios me librara muy mucho de decir desde aquí a los muchachos que no importa el puesto que consigan en sus colegios. Pero creo que me permitirán decirles que no lo supervaloren, que los hechos demuestran que siete de cada diez muchachos número uno se convierten en vulgaridades en la vida y que, con frecuencia, son los chicos medios de la lista quienes muestran un día mayores potenciales en el interior.

Personalmente admiro mucho más el coraje y el trabajo que el genio y la inteligencia. Los hombres que triunfan en la vida no son aquellos que le salen rayitos luminosos de la frente, sino los que ponen codos y voluntades en sus tareas; quienes saben proponerse objetivos claros y dirigirse tercamente hacia ellos. Estoy plenamente de acuerdo con aquella afirmación de Bernard Shaw que aseguraba que “el genio es una larga paciencia” y con aquella frase de Juobert que dice que “el genio comienza las grandes obras, pero sólo el trabajo las termina”. O como Beethoven, que lo decía más plásticamente: “El genio se compone de un 2 por 100 de talento y de un 98 por 100 de trabajo”.

 Recuerdo que en los años en que yo fui profesor no me cansé nunca de escribir en las pizarras una fórmula matemática, que resumía en tres cifras mi visión sobre el valor de los hombres. Era una fórmula que decía así: 1 I x 2 C x 10 T = X. Que, traducido, querría decir: un hombre vale igual que un coeficiente de inteligencia multiplicado por dos coeficientes de las circunstancias en que se moverá su vida, multiplicado a su vez por diez coeficientes del trabajo que pondrá en su pelea. De lo que se deducía que un muchacho supergenial (con 10 de inteligencia) y súper afortunado (con 10 de circunstancias favorable en toda su vida), pero poco trabajador (con un dos de vagancia), produciría un resultado de 4.000. Mientras que un chaval medianillo (justito un 5), que trapalea por la vida (otro cinquillo), pero apasionadamente trabajador (demos un 10 a su esfuerzo), alcanzaba 12.500 en su resultado final.

            Tendríamos que convencer a los muchachos de que no hay inteligencia que valga lo que el coraje; que en los dedos son mucho más honrosas las ampollas que los anillos; en los triunfadores hay siempre una parte de intuición, pero nueve de tozudez. Y eso incluso en la misma poesía. Beaudelaire se lo decía a aquella dama que inquiría qué era la musa: «La inspiración, señora, es trabajar todos los días.»

            Todos los días, todos los años, toda la vida. El otro día leí no sé dónde que desde que en 1857 se encontró el primer pozo de petróleo puede calcularse que se han hecho 241 perforaciones por cada pozo realmente encontrado. ¿Y sería la vida menos dura que la tierra? ¿Y sería el buscador de felicidad más afortunado que el de oro negro? Si quienes perforan fuesen tan desalentadizos como son los que estudian una carrera, a estas alturas seguirían andando los coches con sueños o con carbón.
Díganselo a los muchachos: que un suspenso sólo es peligroso en dos casos: primero, cundo uno se ríe de él; y segundo, cuando uno se tumba encima de él. Y explíquenle también que tendrán derecho a desalentarse cuando lleven 242 fracasos. No antes.

Martín Descalzo, José Luis (1993). “Razones para la esperanza. Testimonio existencial de la vida cristiana”. Apunte 66. Biblioteca del Creyente. Sociedad de Ediciones Atenas.


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