Siempre me he preguntado por qué, en las tradicionales listas de obras
de misericordia, no incluían los viejos catecismos esta decimoquinta de “Animar
al suspendido”, que en estos días debería estar a la orden del corazón en todas
las cosas. Porque si a los ocho, a los doce, a los catorce, no se necesita esa
ayuda, en esa especie de derrumbamiento interior que son muchos suspensos,
¿Para qué queremos los hombres la compañía de nuestros semejantes? Deberíamos
tener respeto sagrado al dolor de los niños, a la frustración de los muchachos,
a esa amargura que – especialmente entre los mejores – parece que atorase el
horizonte de la vida.
Yo pienso que un autentico padre – o un autentico maestro, que sí no
ejerce de padre no sé qué tipo de maestro será – debería ser muy exigente antes
de los exámenes y muy misericordioso de un suspenso ganado a pulso por vagancia
o desinterés es, moralmente, un verdadero robo a los padres y a la sociedad: un robo de todo cuanto en ese
año la familia y la comunidad invirtieron.
Mas lo gracioso es que precisamente los padres que fueron más manga
ancha antes de los exámenes son los
menos comprensivos, los más manga estrecha después de ellos, cuando sería la
hora de infundir esperanzas y no desalientos. Pienso con terror en el número de
muchachos que en este mes estarán atascándose en sus vidas gracias a la suma de
su personal flojera de coraje y de estudio y de la falta de ayudas y estímulos
de sus padres. Porque si perder un curso es un robo, tirar por ello la vida es
una estupidez.
Esta es la hora, cero, de explicar a muchos muchachos – sobre todo a
los mejores – que fueron muchos los genios que alguna vez tropezaron en sus
estudios. Que un suspenso sólo es peligroso cuando es el primer eslabón de una
cadena de suspensos.
Decirles, por ejemplo, que a Severo Ochoa le suspendieron dos veces en
sus estudios de Medicina. Que a Balmes le catearon en Matemáticas. Que Ramón
Gómez de la Serna y Azorín tropezaron en Literatura. Que en el expediente de
Lorca hay un suspenso en Historia de la Lengua Española. Que a Vázquez de Mella
le regalaron una calabaza en la Universidad de Santiago. Y… que todos ellos
acabaron triunfando, precisamente en esas asignaturas en las que un día
flojearon. Porque supieron no atascarse en un suspenso. Porque supieron
convertirlo en un estímulo, lo mismo que cuando tropezamos, si logramos no
caernos, avanzamos mucho más de prisa que sin tropezón.
Habría, sobre todo, que explicar a los muchachos muy bien que eso de
que “el genio nace” es el más grave y peligroso de todos los camelos de la
humanidad. Existe, sí, algún que otro Mozart, pero a la larga, de cada mil
niños prodigios sólo uno triunfa, y lo normal es que no haya más genialidad que
la del trabajo nuestro de cada día.
Recuerdo a ahora el caso de Einstein, uno de los padres de la ciencia
moderna. Sus biógrafos cuentan que fue un muchacho especialmente retrasado. A
los tres años aún no sabía hablar, decía únicamente algunas pocas palabras, y
aún estás, mal pronunciadas, tanto que sus padres estaban ya perfectamente
resignados a tener por hijo a un deficiente mental.
Cuando, a los seis años, consiguió un desarrollo normal, la timidez
hizo parecer mayor su retraso. “Papito aburrido”, le llamaban sus compañeros de
colegio. Y más tarde, en sus estudios medios, prácticamente no pasó de notable.
Fue un alumnos tan vulgar que cuando triunfó en las ciencias y los periodistas
quisieron analizar sus años juveniles, descubrieron que ninguno de sus antiguos
compañeros de colegio se acordaban de él.
Dios me librara muy mucho de decir desde aquí a los muchachos que no
importa el puesto que consigan en sus colegios. Pero creo que me permitirán
decirles que no lo supervaloren, que los hechos demuestran que siete de cada
diez muchachos número uno se convierten en vulgaridades en la vida y que, con
frecuencia, son los chicos medios de la lista quienes muestran un día mayores
potenciales en el interior.
Personalmente admiro mucho más el coraje y el trabajo que el genio y
la inteligencia. Los hombres que triunfan en la vida no son aquellos que le
salen rayitos luminosos de la frente, sino los que ponen codos y voluntades en
sus tareas; quienes saben proponerse objetivos claros y dirigirse tercamente
hacia ellos. Estoy plenamente de acuerdo con aquella afirmación de Bernard Shaw
que aseguraba que “el genio es una larga paciencia” y con aquella frase de
Juobert que dice que “el genio comienza las grandes obras, pero sólo el trabajo
las termina”. O como Beethoven, que lo decía más plásticamente: “El genio se compone
de un 2 por 100 de talento y de un 98 por 100 de trabajo”.
Recuerdo que en los años en que yo fui profesor no me cansé nunca de escribir en las pizarras una fórmula matemática, que resumía en tres cifras mi visión sobre el valor de los hombres. Era una fórmula que decía así: 1 I x 2 C x 10 T = X. Que, traducido, querría decir: un hombre vale igual que un coeficiente de inteligencia multiplicado por dos coeficientes de las circunstancias en que se moverá su vida, multiplicado a su vez por diez coeficientes del trabajo que pondrá en su pelea. De lo que se deducía que un muchacho supergenial (con 10 de inteligencia) y súper afortunado (con 10 de circunstancias favorable en toda su vida), pero poco trabajador (con un dos de vagancia), produciría un resultado de 4.000. Mientras que un chaval medianillo (justito un 5), que trapalea por la vida (otro cinquillo), pero apasionadamente trabajador (demos un 10 a su esfuerzo), alcanzaba 12.500 en su resultado final.
Tendríamos que convencer a los muchachos de que no hay inteligencia que valga
lo que el coraje; que en los dedos son mucho más honrosas las ampollas que los
anillos; en los triunfadores hay siempre una parte de intuición, pero nueve de
tozudez. Y eso incluso en la misma poesía. Beaudelaire se lo decía a aquella
dama que inquiría qué era la musa: «La inspiración, señora, es trabajar todos
los días.»
Todos los días, todos los años, toda la vida. El otro día leí no sé dónde que
desde que en 1857 se encontró el primer pozo de petróleo puede calcularse que
se han hecho 241 perforaciones por cada pozo realmente encontrado. ¿Y sería la
vida menos dura que la tierra? ¿Y sería el buscador de felicidad más afortunado
que el de oro negro? Si quienes perforan fuesen tan desalentadizos como son los
que estudian una carrera, a estas alturas seguirían andando los coches con
sueños o con carbón.
Díganselo a los muchachos: que un suspenso sólo es peligroso en dos
casos: primero, cundo uno se ríe de él; y segundo, cuando uno se tumba encima
de él. Y explíquenle también que tendrán derecho a desalentarse cuando lleven
242 fracasos. No antes.
Martín Descalzo, José Luis (1993). “Razones para la
esperanza. Testimonio existencial de la vida cristiana”. Apunte 66. Biblioteca
del Creyente. Sociedad de Ediciones Atenas.
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